El perro blanco - Carlos Mercaich
El perro blanco
Recuerdo muy bien cada detalle de lo contado y vivido. Pensar en ello, aún, me produce cierto escalofrío. Si bien Chupete y El Paraguayo tenían fama de mentirosos, no todo en sus vidas se codeaba con la mentira o la fantasía.
Dejaron su canoa en la arenera Díaz. Cargaron los pescados recién destripados y chorreando sangre en una bolsa de arpillera, la ataron con alambre de fardo a los remos que llevaban haciendo puente en sus hombros. Sobre la avenida Estrada los esperaban La Negrita Altamirano y La Chueca Silva.
Para llegar, debían atravesar el campo que estaba detrás de la arenera. Era de noche. Frío. Ni un alma acompañando sus pasos. Chupete se detiene para armar un cigarrillo, mientras El Paraguayo calma su sed con un trago de Viejo Viñedo tinto. Uno de ellos miro la hora, no recuerdo quién, y pensó en que sería mejor cortar camino por entre los tártagos para evitar que las dos mujeres se cansaran de esperar y los dejarán con las ganas. Hicieron lo pensado. Cuando la luz de un farol a kerosén le hizo presagiar que estaban cerca, un perro blanco se les apareció de repente obstaculizando el paso. Quisieron ignorarlo pero por cada paso que daban, el perro se les cruzaba impidiéndole caminar con facilidad. Chupete (que era de muy pocas pulgas) trato por todos los medios de alejarlo pero el perro insistía en no dejarlos continuar. Siempre se les plantaba delante y no los dejaba seguir. El Paraguayo mira a su compañero y le dice:
—Mirá Chupete, este perro nos va a tener toda la noche así, yo quiero ver a La Negra y ponerla, loco, ya hace tres semanas que estamo en la isla… no se qué va a ser vo pero yo, voy a ver que mierda quiere este perro y lo voy a seguir… me parece que nos quiere decir algo, che.
—Como vo diga Paragua…
Siguieron al animal hasta una tapera que había cerca. Encontraron a un hombre tendido boca abajo sobre una cama improvisada con chilcas y cubierto de sangre. Estaba muerto. Lo habían apuñalado. Voltearon para mirar dónde estaba el perro, pero no encontraron rastro del animal. El muerto era el compadre de la Negra Altamirano, Capincho Maidana. Sorprendido por el hallazgo, Chupete, se fue para el barrio La Bolsa dejando al Paraguayo con La Negra . En su cabeza sólo había una imagen: el perro blanco.
*** *** ***
Semana Santa, La Quety acomoda las brazoladas para el espinel en el bolso de Arturo (El Paraguayo) cuando escucha que una mujer corre por el pasaje Gaboto hacia calle Cervantes. Sale hasta la puerta pero no ve nada, salvo un perro blanco que la mira y lentamente se aleja en sentido contrario a la mujer. “¡Qué extraño!”, dijo para si y prosiguió con su tarea.
En la Pórtland, bajo la cina-cina, Chupete, mi papa y yo esperábamos a Arturo para irnos de pesca.
Cinco días hacía que estábamos en la Isla Puente. Mi tío Miguel (Chupete) volcaba la yerba del mate para que yo les cebara unos amargos. Sin pronunciar palabras se para y me señala la laguna detrás de los alisos…
—¡Vite!... ¡Vite!
Me dice con cierto temor y asombro a la vez que hace chillar fuerte el mate.
—¡Vite! ¡Ahí!
—¿Qué?
—El perro blanco… Ése es el mismo perro que vimo con El Paraguayo en Puerto Viejo hace como veinte año. ¡Paragua! ¡Paragua!
—¡Pará loco, no grites así! No te va a escuchar, boludo, no viste que fue con papá a recorrer el espinel…
—Pero vo lo vite ¿no?
—Sí me pareció ver algo blanco pero no sé si era un perro.
—Era ese perro te digo y mirá que estoy una lechuguita… Vo sabé que a la mañana antes de un mate no tomo nada...
El ruido de una canoa acercándose interrumpe el diálogo. Eran mi papá y Arturo.
—¡Paragua! ¡Paragua! Che, vo sabé que…
Mi padre le tira la cadena a Chupete para que amarre la “Bien y vos” y lo interrumpe diciendo:
—Dale Firulete, prepará todo. Nos vamos pa’la Bolsa porque los Vargas nos vinieron a avisar que la Quety se descompuso…
—El perro— dijo Chupete casi entre dientes.
—¿Qué?
—Nada. Yo me entiendo.
De regreso el silencio predominó la escena. El río era un espejo. Tanta serenidad desnudaba la tensión oculta en el ambiente. La intranquilidad era el presagio de una realidad evidente. La abuela Cruza nos da la noticia que la tia Quety había tenido un derrame (una embolla decía) cerebral. Luego de dos días de agonía, un Sábado de Gloria, cinco chicos y El Paraguayo se encontraron frente a la despedida más dolorosa de sus vidas. Chupete pidió que me quedara con él, pues no quería ir al cementerio. Abrió una botella de Marcela, armó un par de cigarrillos y rascándose el oído con el mango de una cuchara me dijo:
—Firulete, si algún día ve un perro blanco, trata de avisarme porque antes de que me lleve o se lleve a alguien más, voy a hacer un pacto con el diablo…
—¡No seas bolacero! Mirá que un perro va a decidir por nuestras vidas… y eso del diablo seguro que si se te aparece te cagás en las patas.
—¡Ajá! Pedile al Santo y no le rece …
—¿Sabes que? Vos tenes miedo de morirte por eso decís lo que decís.
—Firu, haceme caso… si yo te digo que la chancha es negra es porque tengo el pelo en la mano.
*** **** ****
Llovía torrencialmente. El techo de fibrocemento no había soportado el granizo caído durante la madrugada. En el comedor de la casa de la abuela Cruza había casi una olla por cada gotera. De todos modos esto no impedía que Don Celio, Chupete, Miseria Espantosa y yo despuntemos el vicio jugando un Rabón (Truco), tomando un tinto y fumándonos nuestras miserias con un paquete de Particulares 30. El partido era parejo hasta que Chupete me hace señas que me vaya al maso y empieza a cantar una Barraca:
“En Barraca tropecé y hasta el tigre fui rodando con una flor me enderecé y al truco estamo jugando… ¡Flor y truco, mierda y si hay flor contra flor al juego!"
—Ahí está… —dice Don Celio— apareció culito.
—¡Ah, no sé! Creo que habíamo dicho que estaba todo en juego…
—¡Siiiii, pero tanto culo no podes tener…!
—Al saber jugar lo llaman culo, ahora… Firulete, andá a lo Don Gregorio y compra vino y soda. Me parece que vamo a chupar gratis toda la tarde.
Al abuelo Celio no le gustaba perder a nada y cuando tenía que pagar le dolía más que sacarse una muela sin anestesia, pero el decía que de balde no jugaba a las cartas por eso siempre de por medio había alguna apuesta. A veces se fiaban hasta fin de mes.
Doña Cruza seguía amasando mientras en el brasero se cocinaban unas tortas asadas. Entre los estallidos del carbón, el humo de un tizón hacían lagrimear los ojos del Paraguayo que, recién llegados con el Gallego Estévez, golpearon la mesa diciendo:
—Hay pareja…
—Andá juntando los porotos, nomás, porque me parece que a culito se le terminó la liga –—torea Don Celio—. Chupete que siempre fanfarroneaba, ensaya una sutil respuesta:
—Gallego, tapame un ojo con el pañuelo y atame una mano a ver si así por lo menos pueden ganar una mano.
—¡Uy, viene de agrande la cosa! Mejor me recuesto un rato y me llaman cuando sea mi turno…
Hizo fondo blanco a una jarra de vino, volvió a golpear la mesa y se fue a la pieza más chica a descansar un rato. La partida se extendió más de lo pensado. Cada uno había ganado un chico.
El bueno se definió con una contra que vaya a saber uno si por intuición, coraje o la fama de mentiroso que tenía Chupete, Don Celio la ganó con veinticuatro y de mano.
—Qué pase el que sigue—. dijo el viejo a la vez que me hizo señas para que le sirviera “Miti-miti” (mitad vino, mitad soda). El Gallego le pegó varios gritos al Paraguayo para que viniera a jugar.
Como tardaba, Chupete decide ir a despertarlo. Abre despacio la puerta que tiembla y hace un ruido extraño porque le falta una bisagra. De repente, Arturo (El Paraguayo), se sienta a la mesa con un perrito blanco entre sus manos.
—¿Y a ése de dónde lo sacaste, tío?— pregunto.
—Cuando me fue a despertar, éste, seguro me lo puso en la cama… no sabés todavía como es tu tío…
Chupete me mira, encoge los hombros y pone cara de confundido. Otra vez un perro blanco se cruza en nuestras vidas. Nuevamente la sensación de angustia y pánico ahoga nuestra alma. Sin decir nada, me hace una seña con la cabeza y me espera en el patio.
—¿Qué pasa?
—¿Te dite cuenta? El diablo sabe más por viejo que por diablo. De nuevo el perro. Acordate de lo que hablamo. No es de Dio esto…
—¡Pero de qué hablas, boludo! Al final, vos sos más supersticioso que Doña Cirila.
—¡Supersticioso! Mirá, cuando entre a la pieza el Paragua estaba acostado boca arriba y del bolsillo del saco, le salía el perro ese. Vos sabés que yo no jodo con esto Firulete.
—¿Pero cómo hizo para esconder el perro en el bolsillo? Nos tendríamos que haber dado cuenta. Un perro no cabe en el bolsillo de un saco.
—Un perro no; el alma de una persona si.
Volvimos al comedor. El perro no se movió de al lado de su nuevo dueño. Jugamos hasta entrada la noche. Arturo se fue con su mascota. A eso de las dos de la madrugada María José (hija del Paraguayo), golpea la puerta insistentemente. Don Celio sale. María le dice que su padre ha muerto. Aquella escena de Capincho Maidana, la de mi tía Quety y de mi tío Arturo signaron mi vida con una imagen: El perro blanco. La incertidumbre y la ligazón ineludible de nuestro destino con la de ese animal, aún hoy, persigue los pasos de Chupete quien nunca más se acercó a un perro y mucho menos si éste era blanco.
Carlos Mercaich ®©
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